Por Ricardo Márquez
SAN DIEGO — Todavía permanecen en mi memoria emocional los villancicos navideños que se cantaban en mi casa alrededor del pesebre: “Niño lindo ante ti me rindo, Niño lindo eres tú mi Dios…”.
Cuando somos niños, no cuestionamos lo que se nos ofrece; somos como esponjas que absorbemos todo lo que el ambiente familiar nos brinda: lo que se dice, se canta y se celebra. Esa fue mi experiencia. Empecé a repetir y cantar lo que oía: “Cantemos, cantemos, Gloria al Salvador…”. Fueron las primeras semillas de la fe que mis padres sembraron en mí, apoyadas por el ambiente y la cultura en la que nací.
Después, al pasar de los años, descubrí que desde entonces ya se empezaba a preparar el camino de una relación íntima y especial con el Señor, con Jesús. Cuando escuché como adolescente que Jesús me invitaba y me llamaba a ser su discípulo, me sentí invitado a una relación personal con Él y el terreno ya venía abonado desde esas tradiciones navideñas que experimenté.
Hoy como adulto empatizo con las palabras que expresó en su bella encíclica el Papa Benedicto XVI (Deus Caritas Est -2005), cuando escribió: “Al comienzo del ser cristiano no hay una decisión ética o una gran idea, sino el encuentro con un acontecimiento, con una Persona, que da un nuevo horizonte a la vida y, con ello, una orientación decisiva”. La experiencia de la fe surge de un encuentro con Jesús como una realidad viva y no sólo como una figura histórica o un concepto abstracto.
No dejemos para después lo que se puede hacer desde los comienzos. No se cosecha lo que no se siembra. Hoy pienso que la Navidad es la oportunidad única y especial para iniciar el camino de la Fe en los niños. Cantarle al Niño Dios, contar su historia, construir el pesebre y comenzar los primeros rezos: «Jesusito de mi vida, eres niño como yo, por eso te quiero tanto y te doy mi corazón…”.
La Navidad es un tiempo privilegiado para contar la historia del Dios que se hizo uno como nosotros y comenzó siendo un bebé indefenso, dependiendo de los cuidados de José y especialmente de María. La Navidad es un tiempo único para consolidar los cimientos de los pilares de la Iglesia doméstica: los rituales, las historias, el mensaje del Evangelio, la oración, los sacramentos y el servicio.
Como adolescentes y adultos comienza la etapa crítica de la experiencia de la fe, los cuestionamientos y las dudas. Surgen las crisis, que son una invitación a experimentar el misterio, no como una limitación a la razón, sino como una invitación a sumergirse en él, experimentar la inmensidad de lo desconocido y entregarse humildemente a esa “locura” del Amor de un Dios que se hace uno como nosotros para estrechar su relación de intimidad con cada uno de nosotros. Lo que se construye en esta etapa, se construye sobre lo construido en las etapas anteriores de la niñez.
Cuando hoy veo un pesebre doy gracias a mis padres y familiares que fueron preparando mi corazón para una relación personal y muy especial con Jesús, el Hijo de Dios que se acercó a nuestra historia y, en particular, a la mía. Es en los momentos de silencio donde siento y cultivo esa relación, que es un regalo, una gracia, no fruto de mis esfuerzos ni méritos, sino del deseo de mi corazón de permanecer abierto a la multiplicidad de las manifestaciones de su amor. Los encuentros con la comunidad y las celebraciones litúrgicas alimentan mi fe y me permiten experimentar que este no es un camino solitario. Siempre me sorprende encontrar al “Hijo de Dios” escondido en los rostros y vidas de aquellos que menos esperaba.