Papa Crea Nuevos Cardenales, Incluyendo Obispo de SD

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CIUDAD DEL VATICANO – Resulta fácil sentirse abrumado ante la magnitud del evento, el Papa elevando al obispo de San Diego al Colegio de Cardenales en medio de la imponente grandesa renacentista de la Iglesia más grande del mundo, la Basílica de San Pedro.

Pero son los pequeños y más tiernos momentos, como destacó el papa Francisco en su homilía durante esa ceremonia, los que sobresalieron en torno a este evento; momentos que con el tiempo construyeron no solo relaciones sino vínculos con la Iglesia y con Dios mismo.

El 27 de agosto en una asamblea llamada Consistorio, el Papa elevó al obispo Robert W. McElroy al rango de cardenal junto con otros 19 eclesiásticos. No solo fue el primer obispo en los 86 años de la Diócesis de San Diego en convertirse en cardenal, sino que además McElroy fue el único obispo de América del Norte en recibir tal honor.

El papa Francisco presidió el Consistorio, con duración de una hora, en la abarrotada basílica en medio del sofocante calor del verano.

Uno a uno, cada cardenal-designado se arrodilló frente al Santo Padre vistiendo una sotana roja que simboliza fidelidad y obediencia al Papa hasta el punto de derramar sangre por él. Su Santidad les colocó el tradicional birrete rojo, como se le conoce al sombrero de tres picos que portan los cardenales, y el anillo cardenalicio.

Justo antes de que el cardenal McElroy se pusiera de pie el Papa se acercó a él, se tocó el pecho y le habló en voz baja.

“Me preguntó cómo me sentía tras mi cirugía de corazón que tuve el año pasado”, dijo el Cardenal más tarde durante una reunión con amigos, familia y colegas. “Le dije que me sentía bien”.

Alrededor de 200 personas de todas las etapas de la vida del Cardenal estaban en Roma para celebrar este gran acontecimiento, incluyendo miembros de su familia, provenientes del Área de la Bahía de San Francisco, donde creció y comenzó su ministerio. Entre los asistentes también se encontraban amigos de la escuela del Cardenal, desde la primaria hasta la escuela de posgrado, así como miembros de parroquias anteriores y de la Diócesis de San Diego, 40 sacerdotes, varios cardenales y nueve seminaristas diocesanos.

Lo siguiente es el texto de la homilía del Santo Padre:

“Estas palabras de Jesús, que se encuentran justo en el centro del Evangelio de Lucas, son como una flecha que nos alcanza: “Yo he venido a traer fuego sobre la tierra, ¡y cómo desearía que ya estuviera ardiendo!” (12,49).

Mientras el Señor iba con los discípulos hacia Jerusalén, hizo un anuncio con un estilo típicamente profético, usando dos imágenes: el fuego y el bautismo (cf. 12,49-50). El fuego ha de llevarlo al mundo; el bautismo habrá de recibirlo Él mismo. Tomo sólo la imagen del fuego, que en este caso es la llama poderosa del Espíritu de Dios, es Dios mismo como «fuego devorador» (Dt 4,24; Hb 12,29), Amor apasionado que todo lo purifica, lo regenera y lo transforma. Este fuego –igual que el “bautismo”– se revela plenamente en el misterio pascual de Cristo, cuando Él, como columna ardiente, abre el camino de la vida a través del mar tenebroso del pecado y de la muerte.

Sin embargo, también hay otro fuego, el de las brasas. Lo encontramos en Juan, en el pasaje de la tercera y última aparición de Jesús resucitado a los discípulos, en el lago de Galilea (cf. 21,9- 14). Jesús mismo encendió esta pequeña fogata, cerca de la orilla, mientras los discípulos estaban en las barcas y sacaban las redes repletas de pescados. Y Simón Pedro llegó primero, nadando, lleno de alegría (cf. v. 7). El fuego de las brasas es manso, escondido, pero permanece encendido por un largo rato y sirve para cocinar. Y ahí, en la orilla del lago, crea un ambiente familiar en donde los discípulos disfrutan de la intimidad con su Señor, sorprendidos y conmovidos.

Nos hará bien, queridos hermanos y hermanas, meditar juntos el día de hoy, a partir de la imagen del fuego, considerando estas dos formas que asume; y, a la luz de la misma, orar por los Cardenales, de modo particular por ustedes, que precisamente en esta celebración reciben dicha dignidad y responsabilidad.

Con las palabras que nos llegan por medio del Evangelio de Lucas, el Señor nos llama nuevamente a ponernos detrás de Él, a seguirlo por el camino de su misión. Una misión de fuego – como aquella de Elías–, ya sea por lo que ha venido a hacer, ya sea por cómo lo ha hecho. Y a nosotros, que en la Iglesia hemos sido tomados de entre el pueblo para un ministerio de servicio especial, es como si Jesús nos entregara la antorcha encendida, diciendo: Tomen, “como el Padre me envió a mí, yo también los envío a ustedes” (Jn 20,21). Así el Señor quiere comunicarnos su valentía apostólica, su celo por la salvación de cada ser humano, sin excluir a nadie. Quiere comunicarnos su magnanimidad, su amor sin límites, sin reservas, sin condiciones, porque en su corazón arde la misericordia del Padre. Y dentro de este fuego se encuentra también la tensión misteriosa, propia de la misión de Cristo, entre la fidelidad a su pueblo, a la tierra de las promesas, a aquellos que el Padre le ha dado y, al mismo tiempo, a la apertura a todos los pueblos, al horizonte del mundo, a las periferias aún desconocidas.

Este fuego potente es el que animó al apóstol Pablo en su servicio incansable al Evangelio, en su “carrera” misionera, que fue siempre conducida, impulsada hacia adelante por el Espíritu y por la Palabra. También es el fuego de tantos misioneros y misioneras que han sentido la alegría dulce y extenuante de evangelizar, y cuyas vidas se han convertido en evangelio, porque ante todo han sido testigos.

Hermanos y hermanas, este es el fuego que Jesús ha venido a “traer sobre la tierra”, y que el Espíritu enciende también en los corazones, en las manos y en los pies de quienes lo siguen.

Después tenemos el otro fuego, el de las brasas. También esto quiere transmitirnos el Señor para que, como Él, con mansedumbre, con fidelidad, con cercanía y ternura, podamos hacer que muchos disfruten de la presencia de Jesús vivo en medio de nosotros. Una presencia tan evidente, incluso en el misterio, que ni siquiera es necesario preguntar: “¿Quién eres?”, porque el mismo corazón nos dice que es Él, el Señor. Este fuego arde, de modo particular, en la oración de adoración, cuando estamos en silencio cerca de la Eucaristía y saboreamos la presencia humilde, discreta, escondida del Señor, como un fuego en ascuas, de manera que esta misma presencia se convierte en alimento para nuestra vida diaria.

El fuego en las brasas nos hace pensar, por ejemplo, en san Carlos de Foucald, quien, al haberse encontrado por mucho tiempo en un ambiente no cristiano, en la soledad del desierto, centró toda su atención en la presencia, tanto la presencia de Jesús vivo en la Palabra y en la Eucaristía, como la propia presencia del santo, que era fraterna, amigable y caritativa. También nos hace pensar en los hermanos y hermanas que viven la consagración secular, en el mundo, alimentando el fuego bajo y duradero en los ambientes laborales, en las relaciones interpersonales, en los encuentros de pequeñas fraternidades; o también como sacerdotes, en un ministerio perseverante y generoso, sin hacer alarde, en medio de la gente de la parroquia. Y, además, ¿no es acaso un fuego en ascuas aquel que diariamente caldea la vida de tantos esposos cristianos? Este se reaviva con una oración sencilla, “hecha en casa”, con gestos y miradas de ternura, y con el amor que acompaña pacientemente a los hijos en su crecimiento. Y no nos olvidemos del fuego en ascuas custodiado por los ancianos, que son el hogar de la memoria en el ambiente familiar, social y civil. ¡Qué importante es este brasero de los mayores! En torno a él se reúnen las familias, permitiendo leer el presente a la luz de las experiencias del pasado y tomar decisiones sabias.

Queridos hermanos Cardenales, a la luz y con la fuerza de este fuego camina el Pueblo santo y fiel, del cual hemos sido convocados y al que hemos sido enviados como ministros de Cristo, el Señor. ¿Qué me dice a mí y a ustedes, en particular, este doble fuego de Jesús? A mí me parece que nos recuerda que el fuego del Espíritu mueve al hombre lleno de celo apostólico a cuidar con valentía tanto las cosas grandes como las pequeñas, porque “non coerceri a maximo, contineri tamen a minimo, divinum est”.

Un Cardenal ama a la Iglesia, siempre con el mismo fuego espiritual, ya sea tratando las grandes cuestiones, como ocupándose de las más pequeñas; ya sea encontrándose con los grandes de este mundo, como con los pequeños, que son grandes delante de Dios. Pienso, por ejemplo, en el Cardenal Casaroli, quien destacó por su perspectiva abierta para apoyar, con un diálogo sabio, los nuevos horizontes de Europa después de la guerra fría. ¡Y Dios no quiera que la miopía del ser humano cierre de nuevo aquellos horizontes que Él abrió! Pero a los ojos de Dios, igualmente tuvieron gran valor las visitas que regularmente hacía a los jóvenes detenidos en una cárcel para menores de Roma, donde lo llamaban “Don Agostino”. ¡Y cuántos ejemplos de este tipo se podrían mencionar! Se me ocurre el Cardenal Van Thuân, llamado a pastorear el Pueblo de Dios en otro escenario crucial del siglo XX, y al mismo tiempo estaba animado por el fuego del amor de Cristo para cuidar el alma del carcelero que vigilaba la puerta de su celda.

Queridos hermanos y hermanas, volvamos a mirar a Jesús: sólo Él conoce el secreto de esta magnanimidad humilde, de este poder manso, de esta universalidad atenta a los detalles. El secreto del fuego de Dios, que desciende del cielo, iluminando de un extremo al otro, y que cocina lentamente el alimento de las familias pobres, de los migrantes, o de quienes no tienen un hogar. También hoy Jesús quiere traer este fuego a la tierra; quiere encenderlo de nuevo en las orillas de nuestras historias diarias. Nos llama por nuestro nombre, nos mira a los ojos y nos pregunta: ¿Puedo contar contigo?

 

 

 

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