Por Ricardo Márquez
(SAN DIEGO ) — Cuando escucho las cifras de los casos de depresión en los adolescentes; cuando veo las estadísticas en aumento de suicidios en la población juvenil…tomo conciencia.
Cuando acompañamos las angustias y el desconcierto de los padres ante los temas de identidad sexual; cuando se siente la necesidad que tienen las parejas de resolver las tensiones y situaciones de violencia doméstica; cuando aumentan las llamadas solicitando terapeutas, consejeros y acompañantes espirituales…tomo conciencia que son señales de tormentas, huracanes de categoría 5 en los territorios de las familias.
Los días de celebraciones y fiestas diversas fueron momentos intensamente cargados de emociones para muchas familias. Deseos de verse, abrazarse, compartir, renovar la fe y fortalecer los vínculos; momentos de gozo y felicidad…para algunos.
Para otros, las vivencias han sido distintas, momentos de soledad por las fracturas vividas durante el año, por la ausencia del familiar que decidió irse o falleció; por los excesos de bebida y drogas que han llevado a situaciones de violencia; por las guerras, la pobreza o la urgencia de emigrar de su país.
¿Cómo nos acercamos a estas realidades complejas y diversas? La tendencia a juzgar, etiquetar y criticar no ayuda, profundizan las heridas y las distancias. La indiferencia complaciente, la huida y el aislamiento, tampoco contribuyen. Entonces, ¿Cómo lo hacemos?
Con magnanimidad, con alma grande, abierta y generosa, con un corazón que se va haciendo grande porque va aprendiendo a manejar en su interior las tensiones, las diferencias y las paradojas que lo estiran y agrandan; un corazón sensible al sufrimiento, compasivo y por tanto vulnerable; que llora con el que llora y canta con quien está alegre y agradecido.
Pero ese corazón se va formando, no se improvisa de un día para otro, es fruto de la gracia, de pedirlo y desearlo, junto a la disciplina del silencio y la oración, junto al constante trabajo de mirar hacia adentro, de escuchar la voz interior de la conciencia que nos orienta con sabiduría y compasión.
Sólo podemos construir afuera lo que hemos construido adentro, no podemos dar lo que no tenemos. Si queremos cosechar hay que sembrar, regar, abonar y cuidar la siembra. Ese es el sentido de la conversión, de la invitación a transformarnos desde lo profundo, de insistir constantemente: “Señor, que vea, que escuche, que pueda caminar por los senderos del bien, la justicia y la paz”.
Esta invitación puede sonar como otra voz que clama en el desierto, estamos rodeados de muchos ruidos, preocupaciones y distracciones para escucharla, pero hay que seguir “gritándola” desde las montañas como los profetas, deseando que aprendamos por conciencia y no de la experiencia de las trágicas consecuencias de la tormenta que está a nuestras puertas.
Somos más de lo que creemos ser, tenemos alternativas y un gran potencial para explorar nuevas posibilidades, los grandes cambios comienzan con pequeños pasos, estamos llamados para la vida y “vida en abundancia”.
Podemos comenzar hoy, liberándonos del poder que le damos a nuestro pasado, a la culpa y la vergüenza, aceptando y abrazando nuestras luces y nuestras sombras, entregando todo lo que somos, poniéndolo en Sus manos, pidiendo Su amor y Su gracia para servir, consolar y descubrir el sentido último de nuestras vidas: ser uno con todos en Él.
Si las señales de los tiempos nos anuncian tormentas, que este nuevo año sea la oportunidad para crecer, aprender y transformar nuestras vidas. Un año de conversión profunda para nuestro bien, el de nuestras familias y toda la humanidad.