Por Ricardo Márquez
SAN DIEGO– De regreso de compras con uno de mis hijos adulto, llegamos a la casa y después de colocar las bolsas nos sentamos en la sala y cada uno instintivamente tomamos nuestros celulares para revisar correos y mensajes.
Ya habíamos tenido una conversación previa sobre los efectos de los medios electrónicos en nuestras relaciones, sus ventajas y peligros. Tomamos conciencia que los teléfonos celulares en particular han transformado nuestras vidas. El efecto más llamativo del que nos dimos cuenta fue la adicción inconsciente que hemos desarrollado de revisar constantemente los textos y mensajes, la dificultad de permanecer un rato en silencio sin mirar al teléfono.
Como humanos no estábamos preparados para procesar impulsos electromagnéticos constantes, estamos recibiendo mucha más información para la capacidad que tenemos de procesarla, todo este escenario es el caldo de cultivo de la confusión, ansiedad y tensión que experimentamos. Sin el estímulo de curiosidad que nos genera el teléfono sentimos como un vacío que lo llenamos volviendo a tomar el teléfono impulsivamente.
Después de unos minutos nos miramos repentinamente las caras, fue como un chispazo de conciencia que nos recordó lo que habíamos conversado, sentimos en vivo nuestra incongruencia y casi simultáneamente pusimos de lado nuestros teléfonos.
“La verdad es que perdemos este momento, el ‘aquí y ahora’ que tenemos para hablar y encontrarnos”, comentó mi hijo. Pasamos meses sin vernos y cuando estamos juntos nos distraemos para enviar o leer mensajes a quienes no están presentes.
Esta toma de conciencia nos abrió espontáneamente a hacer simples preguntas: ¿Qué planes tienes?, ¿Cómo te está yendo en el trabajo?, ¿Cómo están los afectos? Empezamos a hablar en otra frecuencia, la frecuencia de la vida y el corazón que compartimos; las tensiones que vivimos, los anhelos que nos mueven, las inquietudes que nos acompañan, la fe y la esperanza que nos anima. El tiempo pasó volando y nos quedamos con ganas de seguir.
En el camino compartimos palabras, “perlas “que salen del corazón y son fuentes de vida y de intimidad: “Me hizo bien conversar, me ayudó a aclarar cosas que no creía que podía conversar contigo”; “Gracias por compartir, me siento más cerca de ti”…
Al final de la vida nos preguntarán sobre el amor, y si me llegaran a preguntar, este sería uno de los momentos del que hablaría. Son los momentos que no se olvidan, porque la memoria emocional perdura, es como un adelanto de la eternidad.
Esos momentos de cercanía e intimidad, son simples, sencillos, profundos, gozosos. Qué más se puede pedir? Son una bendición y una gracia, pero también se preparan, se desean, se piden y se cultivan.
Se pueden tener muchas comodidades y bienes materiales, se pueden tener títulos y jerarquías, pero esta clase de momentos ni se compran, ni se venden, simplemente son y son un regalo; un regalo del Dios de la vida, que nos recuerda en el mensaje de Jesús: “Felices los sencillos y simples de corazón porque ellos verán a Dios”.
Cuando nos encontramos realmente, reconocemos la inmensidad del misterio en el otro, lo sentimos como uno en comunión y experimentamos que quien ama conoce el origen de todo lo creado, la fuente originaria de todo lo que existe y por lo que vale la pena vivir.
Experimentar la comunión humana y alimentar la intimidad en las relaciones familiares hoy pasa, paradójicamente, por poner de lado un pequeño aparato de comunicación electromagnética. Está en tus manos, inténtalo y deja que el encuentro te sorprenda.
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