Perspectiva: En el silencio nos reconocimos como hermanos   

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Por Ricardo Márquez

SAN DIEGO — Después de compartir unos días de retiro en silencio, nos despedimos en un círculo donde cada uno de los participantes compartió los momentos especiales de consolaciones y desolaciones que sintieron durante los ejercicios espirituales.

Los regalos del silencio, fue uno de los comentarios recurrentes. Experimentar lo que el silencio nos permite descubrir y sentir. Entrar en el silencio llevó su tiempo. Llegamos con nuestras cabezas cargadas de preocupaciones, agendas, tareas pendientes y responsabilidades de las que vamos a estar alejados por unos días. ¡No es fácil!

Los guías espirituales nos invitaron a situarnos en el presente, en el aquí y el ahora, caminar en silencio y dejarnos empapar por la presencia del Espíritu de Dios que se nos manifiesta en la belleza de la naturaleza del lugar.

Soltar, abrirse, entregarse…para poder entrar en el propio templo de la conciencia, en ese lugar de intimidad interior donde nos encontramos con el misterio de nuestras vidas y el misterio de Dios, donde caemos en la cuenta que el Señor está más cerca de nosotros que nosotros mismos.

Estar en silencio es aprender a estar a solas con uno mismo, a acompañarse y escuchar las voces interiores que no se oyen en el ruido de la vida cotidiana. Entrar en el silencio puede generar ansiedad y también miedo, miedo a ver lo que no hemos querido ver. En el silencio pueden abrirse puertas que han permanecido cerradas o reprimidas en nuestro inconsciente, se pueden reactivar heridas emocionales que nos conmueven de nuevo; o levantar sombras que nos han acompañado y nos acechan otra vez porque no las hemos abrazado.

El silencio se convierte así en una experiencia de conocimiento interior, de aceptación de lo que somos, de nuestra historia, de sus luces y sombras…y paradójicamente, allí nos encontramos con el Señor, con el misterio de Dios que nos creó a su imagen y semejanza,  que nos ama incondicionalmente. Y esa experiencia es sanadora.

En nuestro círculo de despedida, abrimos nuestras almas (cuando se crea un ambiente de confianza y seguridad las almas salen y se dan a conocer). Nos escuchamos con atención, cuando alguien compartía podía reconocer pedazos de mi existencia en su relato. Hablamos de nuestros dolores, de nuestra infancia, de los momentos duros de abuso, infidelidad y adicciones. Hablamos de las personas que nos acompañaron y sostuvieron, que nos ofrecieron su confianza y amor aún en los momentos más inesperados, reconocimos la presencia de la gracia y del amor de Dios a través de muchos “ángeles” anónimos que puso en nuestro camino.

Al finalizar nuestro círculo había una sensación especial en el ambiente, una energía densa que los físicos cuánticos llamarían un “campo magnético” y que los creyentes reconocemos como la presencia del Espíritu de Dios, de lo trascendente, infinito y misterioso que se siente y es inexpresable.

Sentí lo que es ser “uno” con todos, ser hermano, formar parte de un mismo cuerpo…fue un adelanto del Reino prometido por Jesús a los que se aman.  Cuando los hermanos nos encontramos y compartimos lo que el Señor ha hecho en nuestras vidas nos reconocemos como iguales. Es cuando experimentamos que en el amor no hay jerarquías, nadie se puede considerar que está arriba y nadie se puede considerar que esta debajo.

Si nos miramos a los ojos con aprecio, compasión y amor podremos observar lo que soy en el otro, y podremos decir “yo soy tú”. Y habremos experimentado la gracia salvadora de la fraternidad que nos vino a recordar Jesús: “Ámense los unos a los otros como yo los he amado” (Jn 13:34-36).

Ricardo Márquez, PhD, es director asociado de la Oficina para Vida Familiar y Espiritualidad de la Diócesis Católica de San Diego.

 

 

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