Por Ricardo Márquez
SAN DIEGO — Duelen mucho porque los llevamos dentro, los llevamos en el corazón, en la mente y afectan nuestra salud.
Los dolores del alma tienden a encubrirse, son heridas que no queremos llevar al descubierto porque nos avergonzaríamos si otros se enteran, son nuestras sombras.
Los dolores del alma se acumulan desde los comienzos de la vida, desde las primeras sensaciones de aceptación, estrés o rechazo en el vientre materno. Mientras crecemos vivimos en un ambiente de relaciones que nos marcan para toda la vida, dejan huellas de aceptación, seguridad emocional y bienestar cuando predominan los afectos, los cuidados y la ternura. Los efectos son devastadores cuando predominan en el contexto familiar el descuido, la violencia verbal o física, el estrés y la insatisfacción.
La vida, que es un misterio, que no puede ser reducida a teorías, medidas y fórmulas, siempre nos da sorpresas, enseñanzas y posibilidades. En el camino vivimos las pérdidas de seres queridos, rupturas entre hermanos, divorcio, accidentes, perdidas económicas, enfermedades, catástrofes naturales y conflictos bélicos…eventos traumáticos que dejan huellas permanentes en nuestros circuitos cerebrales. Memorias que asaltan repentinamente y repetitivamente nuestra mente alterando nuestras emociones con expresiones de rabia, ansiedad o depresión.
En la naturaleza, cuando un animal es herido regresa a su cueva para recuperarse y sanarse. Es la tendencia natural ante la herida. A nosotros nos pasa lo mismo, por eso nos aislamos, nos protegemos, no queremos hablar ni que nos vean. Este mecanismo natural de defensa funciona en los momentos iniciales, pero no es suficiente.
Buscar ayuda y compartir con personas de confianza dispuestas a escuchar y acompañar hace que el alma salga de su escondite, salga a la luz e inicie su sanación. El alma florece donde hay confianza y aceptación; se oculta donde hay juicio y amenaza. El proceso de sanación nos lleva a descubrir que detrás de cada herida hay un anhelo frustrado, un tesoro escondido que se puede recuperar. Las heridas en nuestras vidas son aperturas emocionales que crean nuevos espacios para la exploración profunda de nuestro ser, permitiéndonos redescubrir lo que realmente buscamos y lo que es esencial en nuestras vidas. Nos ayudan a darnos cuenta de lo que hemos ignorado o nos hemos negado a ver. De esa exploración y despertar puede surgir una gran luz que nos renueva y nos transforma.
Donde creíamos estar perdidos, nos encontramos. Cuando tocamos fondo en los abismos, el dolor del alma nos hermana con multitudes, nos humaniza y nos abre a la compasión. Es en estos momentos de vulnerabilidad donde ahora emerge la luz: una luz de aceptación y humildad que engendra fraternidad. En el encuentro de las almas heridas no hay jerarquías, solo una profunda conexión humana que trasciende todas las diferencias.
Mientras comparto estas reflexiones, me vienen a la memoria situaciones que enfrentó Jesús mientras caminaba por esta tierra: cuando se le acercaban leprosos, ciegos y paralíticos. Pienso en mi propia “lepra” que me aleja de los demás, en mis “cegueras” que no me permiten ver, y en mis miedos que generan “parálisis”. Me conecto con mis anhelos profundos de paz y sanación y clamo abiertamente: “Señor, yo sé que si quieres, puedes curarme”. Entonces, escucho en el interior de mi conciencia la respuesta que regresa a mí: “¿Quieres curarte?” Y al responder con la fuerza de la fe: “Sí, quiero”, escucho la voz que me conecta con la esperanza de mis recursos y posibilidades: “Que ocurra como tú quieres”.
Puede contactar a Ricardo Márquez en el correo marquez_muskus@yahoo.com.