Por Ricardo Márquez
SAN DIEGO — Es inevitable, la vida constantemente nos pone en situaciones donde tenemos que elegir, desde la hora en que queremos levantarnos hasta las decisiones más trascendentales, cómo con quién casarnos, qué trabajo elegir, a qué nos acercamos o de qué nos alejamos.
Todos, desde que tenemos uso de razón, hemos sentido dentro de nosotros distintas inclinaciones y tendencias, unas que nos invitan al bien, al servicio, a la fraternidad, al amor y otras, que nos atraen instintivamente a la agresión, la pelea, la envidia, el rencor y la división.
Es el misterio del bien y del mal dentro de nosotros, de los anhelos universales de ser amados y respetados, con las tendencias arraigadas en nuestra naturaleza humana de la sobrevivencia, lucha y competencia; la lucha entre nuestras capacidades constructivas y destructivas.
Nuestro proceso de crecimiento humano y espiritual requiere del modelaje, aprendizaje y práctica del arte de “discernir”, la acción de escoger entre lo que nos conduce al bien o nos lleva al mal.
Hoy en día discernir es un reto, una necesidad que puede ser agobiante ante el volumen de información, ofertas y mensajes que recibimos. Las propagandas y el mercadeo conocen de nuestras tendencias y gustos, nos atraen con realidades y valores que promueven el bienestar individual basado en éxitos económicos y materiales; si posees un carro, un reloj, una casa y puedes viajar en primera clase eres valioso.
Los valores, que son guías para nuestras acciones y comportamientos, lo definen otros; con los intereses que los guían de tocar el corazón para mover los bolsillos y comprar productos seductores que prometen la felicidad que anhelamos, pero que terminan siendo espejismos, ilusiones que no llenan el anhelo de plenitud que sentimos.
¿En qué consiste entonces esta capacidad de discernir a la luz del Evangelio? San Ignacio de Loyola (1491-1556), maestro por experiencia de este arte y de esta gracia, lo expresa en la oración preparatoria de las meditaciones durante los Ejercicios Espirituales: “Señor concédeme la gracia para que todas mis intenciones, acciones y operaciones se ordenen puramente al servicio y alabanza de Dios nuestro Señor”. (EE 46).
Ahí está la clave, el secreto y la gracia, que “todas” las acciones y dimensiones exteriores e interiores de nuestra libertad, estén orientadas y guiadas al servicio, intimidad y comunión con el misterio del Padre Creador, el Hijo Redentor y el Espíritu vivificador.
La intención que orienta y dirige nuestras decisiones, la elección entre el bien y el mal, se va cultivando desde el nacimiento, desde la familia, a través de la formación y las experiencias de vida, donde la referencia a Dios se va haciendo explícita a través de encuentros, conversaciones y servicios. Si no se vive esta experiencia desde los primeros años, ¿cómo va a crecer una semilla que nunca se sembró?
Si pudiéramos recordar constantemente en las comidas al rezar juntos que el fin de nuestras vidas es : “Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu mente y con todas tus fuerzas…y al prójimo como a ti mismo”, estaríamos capacitando a nuestros hijos para tomar buenas decisiones cuando crezcan, ha reconocer qué es lo que nos acerca más a Dios.
Entonces ¿Cómo podemos reconocer si hemos hecho una buena elección? Por sus frutos se puede conocer la naturaleza de las decisiones. Si el resultado es de “consolación”, gozo, alegría, paz y serenidad interior son señales de una buena elección. Si por el contrario hay “desolación”, ansiedad, miedo, angustia y desasosiego interior son señales de una mala decisión.
El arte del discernimiento no es solamente fruto de técnicas o métodos, es el resultado de haber experimentado profundamente el amor de Dios del cual nace graciosamente el deseo de elegir lo que más nos conduce a una mayor unión de la creatura con su Creador.
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