Por Ricardo Márquez
SAN DIEGO — ¿Cómo alegrarse y cantar aleluya cuando uno está triste? ¿Cómo participar de la alegría del mensaje de la resurrección si tengo miedo y estoy ansioso por la inseguridad que me generan las circunstancias que vivimos? Así me he sentido estos días, y así he encontrado amigos, conocidos y familiares que sienten lo mismo.
Durante estas celebraciones de Pascua no he resonado con los mensajes de gozo y alegría que escuchaba en las liturgias y alrededor de mí. Y es que cuando estamos tristes o deprimidos nos encerramos en nuestra cueva. Hay períodos en los que la luz nos molesta, nos hace cerrar los ojos. El ser humano, como el animal herido, se retira y busca un espacio para lamer sus heridas y curarlas, busca un espacio de retiro para recuperarse, necesita concentrarse en sí mismo y pierde sensibilidad hacia lo que le rodea, a los otros que están a su alrededor. Nos aislamos.
Cuando escuché la frase del Credo que dice: “descendió a los infiernos y al tercer día resucitó de entre los muertos”, me ayudó a imaginar y sentir que Jesús también descendió a esos lugares del alma donde vivimos el “dolor de no poder amar”, donde nos sentimos desesperados y solos, abandonados, aterrorizados y sin fuerzas. Descendió a esos “infiernos”, al lugar de las sombras, el silencio y la muerte.
Me empecé a conectar con ese Jesús, y todavía estoy ahí, en esos “infiernos”. Los dolores, los duelos y los sufrimientos tienen sus ritmos, toman su tiempo, se acompañan, no se apuran, ni se abortan. A veces lo que necesitamos es una presencia compasiva, que nos tienda una mano, o nos acompañe a llorar en silencio para iniciar el camino de la transformación, el renacimiento y la sanación. La mejor manera de expresar el gozo interno que sienten algunos en estos tiempos pascuales no es sólo decir, “Alégrate, que el Señor resucitó”, sino es la compañía compasiva y paciente con el que está desanimado.
Jesús mismo, en sus primeras apariciones se acerca allí donde estamos y como estamos, no nos deslumbra con su gloria, luz o vida nueva, todavía persisten en su cuerpo resucitado las heridas de su pasión, se acerca, escucha el clamor de nuestras almas en lo profundo de nuestra conciencia, en el silencio, allí donde están nuestras frustraciones, dudas y tristezas. Del encuentro con él, vamos pasando de las sombras a la luz a través de la aceptación de lo que somos y cómo somos, del reconocimiento de nuestra debilidad y necesidad de ayuda, consuelo y perdón.
La gracia es la oportunidad que siempre está presente para soltar las amarras del egocentrismo de “mi situación” y abrirme a la conciencia de la vida que me rodea y me invita a salir de mi cueva hacia la luz. “No estas deprimido-dice el poeta Facundo Cabral-estás distraído”, distraído de la vida que te rodea y vibra alrededor de ti.
Durante este tiempo he suplicado repetidamente en mis diálogos internos: “Señor, acompáñame”, “Te hablo desde las profundidades de mi tristeza”, “Dame la gracia para abrirme y sentir la vida que me ofreces y me rodea”. Sé, por experiencias anteriores, que es también una cuestión de opción, una decisión para abrir o cerrar el alma. La “miseria emocional” es opcional.
Pido la fuerza y la gracia para abrirme y aceptar mi propia vulnerabilidad y debilidad. Me repito con frecuencia: “Señor, no siento y no veo, pero estoy dispuesto a dejarme amar por ti”. Todos estos movimientos internos son los trabajos de parte del alma para abrirse a la luz.
Nada se pierde, todo se transforma. Llegará el día que “la verdad se irá curtiendo en mis duelos…el Espíritu irá renovando mi yo gastado, el agua viva lavará mis viejas heridas… y cada vez que muera volveré a nacer, hasta la última muerte que será la antesala de un último nacimiento a la Luz, a la Vida y al Amor…Y esta vez para siempre.” (José M Rodríguez Olaizola, SJ)
Ricardo Márquez, PhD, es director asociado de la Oficina de Vida Familiar y Espiritualidad en la Diócesis Católica de San Diego. Se puede contactar en el correo rmarquez@sdcatholic.org.