Por Ricardo Márquez
SAN DIEGO — Estos días tuve la oportunidad de encontrarme con mis nietos, son tres: Santiago, Sofía y Carmen.
Tenía tiempo que no me tiraba al suelo para jugar con ellos. La pandemia y las agendas de cada familia nos mantuvieron distantes, aunque nos viéramos por Zoom.
Estar con ellos me puso en contacto con la ternura, la que veía en sus gestos, abrazos y miradas; y la que se despertaba dentro de mí. No es fácil ponerle palabras a lo que sentí, una mezcla revitalizadora de alegría, sonrisa del alma, apertura del corazón, paz, deseos de proteger y cuidar, adelanto de eternidad en un instante.
No es común experimentar momentos de ternura en estos días donde nos enfrentamos a las angustias y miedos, a las frustraciones y decepciones. La ternura es una expresión que hoy en día se puede considerar “contra cultural”. No es a base de ternura que en nuestra sociedad se conquista el éxito, ni la fama, no es la ternura el valor que guía nuestras interacciones.
La ternura no se impone, no busca convencer, no es arrogante ni impositiva, ella simplemente “es”. Irradia por sí sola su luz, da calor, abraza, conmueve, toca el corazón, derrite las barreras y construye puentes.
La ternura es ese sentimiento que sale del corazón para proteger, cuidar y consolar. La ternura se despierta cuando vemos gestos de ternura a nuestro alrededor, es contagiosa, aunque sólo crece en tierra fértil que se riega y cuida.
En nuestros procesos de socialización la ternura se ha vinculado más a lo femenino, a la mujer. Las etiquetas del “fuerte” y “macho” van para los hombres, las de “tiernas” y “sensibles” para las mujeres.
Cada vez que separamos y dividimos para simplificar perdemos. El reto educativo para las nuevas generaciones es integrar la fuerza y la ternura en lo masculino y femenino.
En una oportunidad leí “El Caballero de la Armadura Oxidada”, un libro escrito por Robert Fisher. Su lectura me recordó que en la vida nos vamos rodeando de armaduras, de defensas, para protegernos de la hostilidad de nuestra realidad. En algún momento la frustración, la pena o el dolor nos sacan lágrimas, y allí comienza un camino de transformación. Las lágrimas van oxidando las armaduras, las defensas, hasta debilitarlas y agrietarlas. Por las grietas se cuela la “gracia”. Para sentir hay que abrirse, al abrirse nos pueden herir, pero sin esa apertura del corazón, sin la experiencia de la vulnerabilidad no es fácil desarrollar la ternura ni sentir los afectos ni las emociones. Al final siempre será una decisión, una opción personal: abrirse y arriesgarse a los movimientos del sentir y el querer; o cerrarse, cubrirse de armaduras para protegerse y aislarse.
La ternura se cultiva mirando atentamente al otro con admiración, sin prejuicios, con compasión. Mirando más allá de las apariencias hasta encontrar al “otro” que es igual a mí, con la misma dignidad y valor que yo. La práctica de la ternura comienza en nosotros mismos, en nuestra propia casa. ¿Cómo ser tiernos con otros si no lo somos con nosotros mismos?, “debemos aprender a aceptar nuestra debilidad con intensa ternura” nos exhorta el Papa Francisco (“Patris Corde” -Con Corazón de Padre, 2).
“La Verdad que viene de Dios no nos condena, sino que nos acoge, nos abraza, nos sostiene, nos perdona…viene a nuestro encuentro, nos devuelve la dignidad, nos pone nuevamente de pie, celebra con nosotros” (v. 24)(PC,2).
Hoy podemos ser tiernos, con cualquier gesto que exprese e irradie respeto, compasión y admiración por lo sagrado de cada vida que nos encontremos.
Bienaventurados los tiernos de corazón, porque ellos verán la ternura de Dios en todo.
Ricardo Márquez, PhD, es director asociado de la Oficina de Vida Familiar y Espiritualidad en la Diócesis Católica de San Diego. Se puede contactar en el correo rmarquez@sdcatholic.org.