Por Ricardo Márquez
SAN DIEGO — En tiempos de polarización social y política, como los que estamos viviendo en los Estados Unidos, nos encontramos con distintas posiciones. Los que agresivamente califican y desacreditan a los que no coinciden con sus opiniones, o los que pasivamente, para evitar conflictos, se alejan con indiferencia. Los niveles de intolerancia se han hecho más notables en nuestras conversaciones. Manejar las diferencias en los grupos, organizaciones y en la familia nos es tarea fácil, pero es posible.
Le escuché por primera vez a mi maestra, Virginia Satir, decir sencillamente una frase que me cambió la manera de ver, vivir y reaccionar ante los conflictos: “El problema no es el problema, sino cómo reaccionamos ante él”. A esa frase le seguía otra que repetía con insistencia: “En las igualdades nos encontramos, pero sólo en las diferencias crecemos”.
A partir de entonces comencé a ponerle más atención a mi manera de reaccionar ante los problemas y a darme cuenta de los significados que yo le ponía a las situaciones. Fue una invitación a tomar conciencia de mi responsabilidad. Nadie es capaz de humillarme o encolerizarme, si yo no lo permito. Los controles están dentro de mí, no en el afuera, el poder de la respuesta está en mí y no en la situación externa.
Me llevó tiempo tomar conciencia y prepararme interiormente para enfrentar situaciones que nos ponen a prueba. Yo lo experimenté cuando me tocó visitar a mi hijo, quien fue preso político de la dictadura que se ha establecido en Venezuela.
Antes de entrar a la cárcel, nos pasaban por una inspección y requisa de lo que le llevábamos a nuestro hijo. Los alimentos eran cortados, las bebidas abiertas y la ropa desplegada. Nos hacían desnudar y poner en distintas posiciones para garantizar que no estábamos llevando drogas escondidas. Se percibía en los guardias una especie de sarcasmo y satisfacción al ejecutar estos procedimientos, risitas, miradas y cuchicheos entre ellos.
Después de haber vivido esta experiencia con vergüenza, rabia e impotencia, un día tomé la decisión de vivirla desde la convicción de mi dignidad humana, desde mi condición de ser sagrado, “hijo de Dios”. Tuve muy presente aquella frase de Jesús: “Cuando los entreguen no se preocupen por lo que tendrán que decir, lo que Dios les inspire en aquel momento es lo que dirán…” (Mc. 13:11). Logré prepárame internamente, recé y pedí serenidad: “Dame Señor la calma de tu bondad”.
El procedimiento fue igual que otras veces, pero esta vez no lo viví como humillación sino como una oportunidad de expresar y vivir mi dignidad “desnuda” de privilegios y títulos. Esta vez no bajé los ojos con vergüenza, sino mire fijamente con dignidad y respeto al guardia que ha debido sentir “algo” diferente que lo hizo voltear la cara, dejar de mirarme y suspender rápido la inspección, hasta llegar a decir: “Disculpe, ya, vístase…”
¿Qué significado le damos a las palabras y gestos que nos molestan?, ¿Qué poder le concedemos para que nos alteren y los sintamos amenazantes? Cuando la rabia y el enojo nos invitan a mirar y buscar adentro qué es lo que necesitamos y está herido, entonces cumplen su función de guía hacia la sanación y el crecimiento.
Si nos quedamos en la reacción nos enganchamos en el ciclo de la violencia y la descalificación. Si exploramos debajo de la frustración encontraremos el tesoro escondido de lo que realmente queremos, y podemos dar con la gracia de Dios: respeto y amor hacia nosotros mismos …Desde ese lugar puedo reconocer igualmente la dignidad del otro, incluso del que ofende, y crear puentes para un posible encuentro.
Ricardo Márquez, PhD, es director asociado de la Oficina de Vida Familiar y Espiritualidad en la Diócesis Católica de San Diego. Se puede contactar en el correo rmarquez@sdcatholic.org.